Una sensación en el recuerdo
Esta segunda entrada dedicada a
Frèdèric Gros es una entrada coral, si es que
dos hacen coro. Me acompaña
mi hermano que tomó notas de esta lectura
y a ellas me ciño para sacar conclusiones sobre lo que es esto de caminar
ocioso.
Quienes escriben sobre andar se preocupan de poner nombre a
la marcha atendiendo a su conclusión y
finalidad: pasear, vagabundear, viajar. Frèdèric Gros se entretiene en la idea
de peregrinar. Mi hermano subraya:
“El
peregrino no está en su casa allí donde camina”.
La idea que compartimos es
que no te vas para construir un nuevo hogar, sino para no tener nada, vivir con
lo elemental; sentirte extranjero, extraño, allí donde estas. Teníamos un poco
de fobia al Camino de Santiago donde es previsible la presencia del caminante,
que se encuentra como en casa. Gustábamos de caminos, poco transitados, que en
otro tiempo fueron caminos de carros y caminantes ajenos a la prisa o a la
meta.
De los capítulos que el autor dedica a
H.D: Thoreau (Walden) veo que está subrayada la idea de
que
“No hace falta ir muy lejos para
andar. El verdadero sentido de la marcha no es ir hacia lo otro, sino estar al
margen de de los mundos civilizados, sean los que sean”.
Más allá de la
puerta de tu casa, cuando dejas lejos tu ciudad y el retorno no es una solución
comienzan a pasarte cosas, sencillas, que ni te esperabas. Hablas diferente, de
ocios distintos. Que es lo mismo que le pasa a quien habla contigo y por un
momento rompe el hilo del día a día. Te desprendes de lo previsible, de lo que
sabes y sientes la libertad de que lo dicho no formará parte de la memoria que
compromete, que puede ser revisada. Si es memoria, lo es del contacto humano, historias
al margen de la secuencia cotidiana. Mi hermano, callado por higiene, encontraba
cargadas de sentido todas las conversaciones tenidas en el camino. Y todo esto
me recuerda el libro que me ha regalado Pere “
El pelegrinatge insòlit de Harold Fry”, de Rachel Joyce, sobre el personaje de la
novela que salió de casa para echar una carta al buzón y encontró sentido a
sentir las piernas y al sol en la espalda.
Luego subraya que, entre los pensadores
griegos, los cínicos fueron los únicos auténticos caminantes. Y hace un
doble subrayado a la idea de “Sentirse
ciudadano del mundo” y resalta, del cínico, el desapego, que es lo que le
permite serlo.
El desapego, mejor si se aprende pronto, resulta
imprescindible cuando eres mayor. Vivir fuera de tu casa, en un ejercicio
constante de prescindir, es un buen entrenamiento. Hablamos, mi hermano y yo,
mucho de ello y me aplico en su práctica. Eso sí, con la certeza anclada de la
amistad y el amor, si es posible.
Cuando hablábamos de andar, por qué y cómo, recurríamos
al recuerdo para explicar lo que queríamos, que nunca quedaba claro. El
callejeo por Toledo, las travesías por Guadarrama, las emboscadas en cualquier
sierra; parecían contener esa sensación de diversión y plenitud a la que Joan
Fuster hace referencia cuando aborda la acción de
flâner y que concluye que este verbo describe una sensación que está en
el recuerdo. Ta vez sea ese el sentido de las notas sobre este libro, activar
el recuerdo.
Y si no son suficientes nuestras dos voces para considerar
coral este escrito, podemos añadir que el libro
Andar, una filosofía me lo regaló David, que
El pelegrintge insòlit de Harold Fry me lo regalo Pere, Manel me
invitó a que indagara en el
Diccionari per a ociosos de Joan Fuster el término
flâner. Todos ellos, con quienes hayan
llegado hasta el final de esta lectura, yo creo que ya hacemos coro.
Por último, Frédéric Gros, a pesar de que reniega de la
relación andar-deporte por su abrupta manifestación mercantil y bárbara, dice
—y recoge mi hermano— que “lo que domina
en la marcha… es la alegría sencilla de poner a prueba el cuerpo en la
actividad más arcaicamente natural”. Rousseau, musa del valor educativo del
ejercicio de andar y de lo natural como punto de partida del conocimiento, no lo dijo mejor.