Dejen al juego y a los niños en paz
Dicen en las redes que hay padres y profesores preocupados por la influencia de la serie de televisión El Juego del Calamar en los niños y que, en algunos casos, sus juegos terminan en violencia, como en la película. Vaya cosa.
No hacía falta demasiada imaginación para ver la presencia de la muerte y la aniquilación del contrario en los juegos infantiles. Sin necesidad de recurrir a la descripción de la violencia infantil en El señor de las moscas, solo recurriendo a mi memoria, es evidente que eliminar a un contrario es la consecuencia lógica de ir consiguiendo objetivos hasta ser el vencedor en un juego. En muchos juegos infantiles se hacían prisioneros, como en el rescate, pero en otros juegos directamente se mataba al oponente y se le enviaba al cementerio, como cuando se jugaba a balón prisionero. Más allá de las metáforas que hacían referencia a la muerte, era normal que en el resultado del juego mediara el dolor. El tin de los pelotazos era un juego en el que se seleccionaba una pelota dura, que pudiera hacer daño y su única finalidad era dar un pelotazo a otro donde más doliera. Una variante era jugar a pies quietos, con el agravante morboso de que el perdedor debía aguantar estoicamente quieto esperando el pelotazo de quien había capturado el proyectil. El daño como objetivo del juego estaba presente en muchos juegos como en policías y ladrones, cuyo desenlace final era una carrera en la que uno, el que había encontrado un cinturón escondido, se liaba a cintarazos con los demás. El colmo del dolor aceptado como objetivo del juego, se daba en el juego de la taba. La taba es un hueso de la articulación de la pata trasera de algunos animales (nosotros usábamos tabas de cordero) que, tirada al aire, según de qué lado cayera, decidía quien mandaba (el rey), quien castigaba (el verdugo), quien se libraba y quien era castigado. Los castigos eran los cintarazos que, por orden del rey, recibía el que perdía. El rey decidía la cantidad, la fuerza y el lugar, y los ejecutaba el verdugo. No era raro acabar llorando. Eran muchos los juegos en los que estaba presente el dolor, pero en los que no lo estaba, si te retirabas antes de tiempo, la salida del juego podía desembocar en un castigo colectivo, que se llamaba la despe, y que consistía en una somanta de manotazos (algún golpe con el puño cerrado se escapaba) que se propinaban al que se iba. Una paliza que duraba lo que duraba una cancioncilla de un anuncio radiofónico que cantábamos al ritmo del linchamiento: Lo que necesita, es una frotadita con Vick-Vaporoub. Se frota y basta. Y en ese final arreciaban los golpes en fuerza y cantidad. (Sobre el juego infantil escribí en el blog Hombre de Palo tres artículos sobre el vértigo de jugar libre. Que están publicados en Cuentos de un zascandil).