Cuando aún me llegan correos que me recuerdan mis
obligaciones laborales y guardo algunos documentos docentes, me luce el pelo
porque soy electricista.
A nadie de quienes ahora me rodean le dice nada mi habilidad
para organizar un aprendizaje motriz o una coreografía para principiantes, con
principios básicos de expresión corporal. Pero hacer que funcione una lámpara o
reparar el mecanismo que hace tiempo dejo de funcionar es un conocimiento que
despierta admiración.
Soy electricista desde los veinte años, aunque casi nadie lo
sabía. Luego hice tesis doctorales y gané plazas de profesor; todo alrededor
del deporte. Pero ahora a nadie le importa: otra vez soy electricista. Más bien
“Ratolín Gotelé” que es el nombre que me pusieron lúcidos poetas cuando jugando
a ser actor mostraba más habilidad conectando candilejas que actuando.
El otro día estaba arreglando la conmutación de una bombilla
y un par de lámparas y me dieron un beso y me invitaron a un gin-tónic. Nunca
obtuve tanto por saltar siete o quince metros en uno o tres saltos.
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