20121002 El
deporte. Un lugar en el poder donde perderse
Si como insinúa
Agustín García Calvo (De mujeres y de hombres. Ed. Lucina 1999. Zamora) la
historia puede ser la crónica de una huida de los hombres hacia fortalezas de
poder, no cabe duda de que en el deporte han conseguido uno de sus fortines más
inexpugnables. Aunque más firme es la religión. Y más aún ambos aliados.
En la génesis de
lo olímpico, creo haber entendido que en las olimpiadas primeras, anteriores a
la época clásica de Grecia, se ofrendaba a los dioses el éxito como lo mejor
que podían ofrecerles los hombres: hacer las cosas bien y ser quien mejor las
hacía. Hera, Júpiter y tutti quanti disfrutaban del homenaje de los atletas,
herederos de las guerras literarias de Homero.
Del proceso de
aquel ritual hay quien deduce que la práctica deportiva en la época clásica
tenía un carácter religioso. Esto es útil para diferenciarlas de las actuales
prácticas que ya no se ocultan tras el sentido y se muestran directamente
mercantiles.
Pero como yo creo
en la existencia de aquellos dioses tanto como en la de estos (aquellos me caen
más simpáticos por eso de traérselas tiesas con los mortales y porque
había muchos y discutían), pues no me creo eso del sentido religioso de la
exhibición atlética de antes (a no ser que acordemos que, antes y ahora, dios
es el dinero). Estoy con los que piensan que aquellos juegos eran un puro
corral de poder que se montaron los nobles cuando se les acabó la de Troya.
En competiciones
amañadas exhibían ante los mortales las razones de por qué eran merecedores de
las tierras y la riqueza saqueada y se coronaban con una mata de olivo o
laurel. Luego, vía sacerdotes y chamanes, en los templos, recogían las ofrendas
que a los dioses hacía el pueblo en agradecimiento por tener unos jefes tan
buenos.
Los poderosos
devolvían a cambio dosis de belleza, ideales, y sabiduría. Para ser más
queridos.
Un buen lugar
para perderse este del deporte.
Pero ¿Por qué perderse? ¿De quién huyen
los hombres?
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