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El deporte en el camino.

He caminado quinientos kilómetros y ya he llegado, pero aún estoy en el camino. No puedo quitarme de la cabeza estos días sin nada que hacer, solo seguir avanzando.

No espero una epifanía. No estoy en edad. Con que la pluma corra es suficiente.

Ha sido inesperada la certeza de que mi cuerpo y mi mente han hecho hueco a las sensaciones. Tomé un libro al azar, uno que estaba al alcance de mi mano cuando me senté: Tierra de Campos de David Trueba, y leí los primeros párrafos. Primero las palabras y luego los significados, se arrojaron sobre mí. Levanté la cabeza, para cortar el flujo de la sensación. Y luego volví a la lectura con precaución, como si la letra impresa pudiera provocar un incendio en mi cabeza.

Es casualidad que en esos primeros párrafos hubiera un referencia a su hermano Fernando que nunca quiso recorrer los caminos que llevan a Roma. Lo mismo que mi hermano Manolo.

Ni a Roma ni a Santiago. He hecho el viaje sin ser un peregrino, por más que haya recorrido los caminos que allí llevan. En mis emociones solo cabe la primitiva sensación de ir a los sitios caminando. Valencia Toledo es un buen comienzo.

Me gusta esta sensación de cuerpo receptivo. Hoy la tengo con otras cosas, como la comida, la bebida, las caricias. Espero no atiborrarme demasiado deprisa de la alienación de la que he escapado.

Con el pensamiento en estas condiciones, para decidir si andar es deporte o no, solo es eficaz recurrir al axioma de Jose Luis Salvador, que yo manipulo a mí conveniencia: Es deporte aquello que tú dices que es deporte.

Tito y yo en Navacerrada 1971
En los caminos hay muchos deportistas de marca y rendimiento: los bastones que aumentan la frecuencia, las mejora de espacio y tiempo (más etapas en menos días), cumplir con lo previsto. Incluso entre quienes critican este modo de caminar es frecuente la exhibición de los caminos que han hecho: Yo cuatro, yo seis, yo todos. Deporte peregrino.

Otro día, en la cafetería de un hostal, coincidí con la retransmisión de un partido de fútbol estelar. De las casas del pueblo, por el que había paseado hacía un rato y me pareció muerto, fueron saliendo familias, jubilados, parejas para ver el partido en la televisión de pago del hostal (parece un relato de zombis). Cuando ya no quedaban mesas y había mucha gente de pie, yo me levanté. Pasó un rato sin que nadie reaccionara; estaba en la barra pagando cuando alguien se dirigió a mí y me dio la oportunidad de decir en voz alta que el fútbol me la traía floja y la mesa estaba libre. Sólo conseguí una mirada cómplice, llena de resignación, de una muchacha que tenía como perspectiva una tarde llena de emociones deportivas.

Pues bien. Seguramente los amantes del deporte y los deportistas eran los monicacos de la pantalla y los televidentes. Ni por casualidad, ni aquí ni allí, ni ahora ni mañana nadie va a pensar que yo también lo era.

Sin embargo, si alguna vez, en el ejercicio de mi profesión, he querido que otros sintieran lo que la práctica del deporte te da, se parece mucho a lo que yo sentía en esos momentos.

Que es lo que teníamos en la cabeza mi amigo Clemente y yo en esa fotografía de 1971. Y no era la primera vez que nos poníamos una mochila.

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