20111105 Poder.
El saltador que volaba
Tenía
preparado un texto sobre mi relación con el deporte pero murió Agustín García
Calvo el 1 de noviembre y quería hablar de él. He decidido mezclar las dos
cosas.
Desde que los
chicos entran en la escuela comienza el entrenamiento para asumir su cuota de
poder, lo quieran o no. Para mí fue un baldón más que conocimiento.
Tres años estuve
en el castillo San Servando, que a la sazón fascista era un Colegio Menor del Frente
de Juventudes, que dependía de Falange porque todo lo relacionado con los
jóvenes dependía del partido fascista (excepto los de la
Iglesia que
dependían de la
Iglesia fascista).
Como no había mucho donde elegir, mis padres prefirieron los fascistas civiles
a los fascistas del clero y en eso les alabo el gusto. En aquella época (hablo
de principios de la década de 1960) los fascistas del clero y los civiles, de
puro machos, separaban a los hombres de las mujeres. Supongo que para no tener
competencia.
Como estudiante
era curioso, formal, me aburría mortalmente y no me interesaba nada de lo que
era obligatorio. Pasaban los meses y los cursos sin que ningún educador o
profesor se diera cuenta de que yo valía para algo. Ni yo tampoco. Y fue el
profesor Luna quien me descubrió en una prueba para hacer un equipo de
atletismo. Ya debía barruntar algo de mi habilidad para el salto, porque me
pidió que probara en longitud. Los mayores, excavaron un foso en la tierra
arcillosa y trazaron una raya amontonando arena, desde la que había que saltar.
Corrí, salté, me sentí volar y me pase el foso. Había nacido una estrella del
atletismo, je, je. No midieron ni falta que hacía. Sin protocolos ni alabanzas
me seleccionaron para el campeonato escolar, y el primer refuerzo valioso vino
de mi hermano que me dijo que sus compañeros de curso le habían dicho que
saltaba mucho, y tuvo la delicadeza, rara en un adolescente, de trasmitírmelo
sin puyas ni coñas.
El día del
campeonato en el campo de Los Palomarejos había mucha presión. El Sr. Luna nos
sacó a todos juntos a calentar (gimnasia al fin y al cabo ¡vaya obsesión!) y
los alumnos de otros colegios nos abuchearon por chulos. Y luego salté. Yo era
delgadito y poquita cosa, los demás saltadores eran uno o dos años mayores que
yo y Mariano Martínez Villalba, mi compañero, fornido. Los chicos que miraban,
me abuchearon y se burlaron de mí cuando me preparaba, pero cuando estaba en el
aire, se hizo el silencio. Ese instante de silencio, ingrávido y ajeno, es la
sensación que me ha acompañado siempre al saltar sin la presión de representar
a nadie ni tener nada que ganar. Luego, hubo un murmullo de admiración cuando
caí al foso. Salté alrededor de 4
metros , no gané, y el profesor Luna
me dijo que sin duda había sido el mejor y que tenía un estilo natural muy
bueno; ese segundo refuerzo fue definitivo y me hizo poderoso.
Pero el poder
que se adquiere en el deporte no vale cuando uno no busca poder sino emoción y
vértigo como era mi caso.
Doce, trece
años; en el barrio yo seguía jugando igual, y ser buen saltador no se me veía
en la cara ni me daba ningún derecho. El valor y el valer había que demostrarlo
día a día y, en cualquier momento: un regate de la imaginación de Rafa, la
provocación burlona de Miguelín o la mirada de Aurora me hacían perder toda la
seguridad que había depositado en mi habilidad deportiva.
Nunca, en toda
mi vida, tuve la tentación de perderme allá donde alguna ley me asegurara el
poder (ser hombre, ser fuerte o ser maestro). Me importa demasiado el vértigo
de escuchar algo de lo que dicen aquellas que, sin saber nada lo saben todo.
Aunque sea peligroso para mí y una renuncia definitiva al poder. En esta
situación, ser bueno en el deporte solo ha sido una cuestión de vértigo. Nada
de lo que presumir.
Todo esto lo me lo ha explicado Agustín
García en “Esos ojos de virgen Magdalena” de su libro: De mujeres y de hombres, de
la editorial Lucina editado en 1999
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