Por vericuetos
de la memoria, que ni sé cómo funciona, se me ha venido a la cabeza la
historia que me contaron de un amigo que hacía tiempo que no veía.
Por lo visto mi colega, que ha disfrutado mucho con todo tipo de
deportes, llegó a la conclusión de que la vida no merecía la pena si no podía
procurarse la adrenalina que le aseguraba el placer, e inventó una peculiar
ruleta rusa. Todos los veranos, cuando iba a la casa que sus padres tenían para
el veraneo, saltaba a la piscina desde una plataforma elevada tres metros y
separada otros tres del agua. Decía: “Si no llego es que ya no merecía la pena
la vida”.
La última vez que supe que aún llegaba al agua yo tenía más de
cincuenta años y él alguno más que yo.
El oficiante de tan peculiar juicio de dios era un licenciado
universitario, aunque para llegar a esa conclusión no se necesita un equipo
neuronal mayor que el de una rata (Creo que algo así leí en Las áreas del placer de Campbell).
Mi colega está vivo, entre otras cosas porque después de la muerte de
su padre vendieron el chalet. No sé si su cerebro da señales y está
instalado en otro desafío más ajustado a su edad.
He recordado esta historia porque recientemente una amiga que dedicó
toda su vida a la sensorialidad del movimiento, olvidó incorporar a sus vuelos
y cabriolas la inteligencia que te permite sobrevivir. Y ahora no está bien.
Esta historia la conté hace años en una publicación coordinada por Jose
Luis Salvador Alonso de la Universidade de A Coruña: El juego un conocimiento
oculto. Y se puede leer en un enlace del Museo del Juego.
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